Cuando se anunció
la llegada del virus que produce la COVID 19, una de las imposiciones
normativas fue la cuarentena y, con ella, el aislamiento de la mayoría de las
personas, con especial énfasis en los niños y adultos mayores que deben estar
confinados hasta el último día de mayo.
A medida que la
cuarentena se ha ido extendiendo, los medios de comunicación nos han dado a
conocer el avance de la enfermedad, particularmente en el mundo desarrollado, ese
de las revoluciones tecnológicas, de la imposición del neoliberalismo, de las
armas de destrucción masiva y la mercantilización de la salud y la vida; ese
mundo que la mayoría de gobernantes de la periferia, caprichosamente, imponen como
el referente de nuestra sociedad futura.
Día a día conocemos
espantosas escenas con miles de cadáveres forrados en estuches - algo inimaginable hasta hace apenas unos tres meses-
enterrados en fosas comunes y huérfanos de los rituales y costumbres de los seres
queridos; espantosas escenas de gobernantes que desafían la enfermedad, con el argumento
de que la economía capitalista no puede sucumbir y que las muertes que arroje la
pandemia son su costo natural; espantosas
escenas de adultos mayores desafiando la enfermedad para obtener algún ingreso
que les permita subsistir; espantosas escenas de cientos de banderas rojas como
símbolo de necesidad para obtener una ayuda solidaria que prolongue la
existencia, mientras políticos corruptos sobrefacturan los alimentos esenciales
para paliar la tragedia, como oda a los planteamientos darwinianos y maltusianos
sobre la evolución y sobrevivencia de
los más fuertes, aquellos que han detentado el poder económico y político.
Los informes hablan
acerca de la edad avanzada y el tipo de enfermedades que sufría el difunto, por
lo que tácitamente inducen a hacer creer que se habían generado las condiciones
para que la COVID 19 se expresara en su máxima intensidad en un ser débil y
aquejado de dolencias como la hipertensión, la diabetes y otros males; evitando
de esa manera el cuestionamiento a un sistema económico que optó por demeritar
el valor sagrado de la vida humana y, con ello, la justificación al desmantelamiento
paulatino del concepto de salud pública y del sistema hospitalario, considerándolo
como un costo innecesario.
No me ocupo en esta
parte de la mercantilización que ha sufrido la salud y la vida por el aparato
prestador (vendedor diría) de estos servicios, a merced del modelo económico
impuesto; me apresto a analizar algo que me ha llamado poderosamente la
atención, más allá del problema moral de proteger al adulto mayor. Se trata de redescubrir
las razones y prácticas fundamentales que como sociedad humana nos hacen
distintos a la animalidad, etapa hacia donde el capitalismo contemporáneo desea
regresarnos con un alto grado de adiestramiento y sometimiento, sumisos y
carentes de cualquier reflexión crítica. La sociedad humana como cuerpo diferente
a la manada, es aquella de los afectos, la familia, trabajo, la cultura, el lenguaje,
la memoria, la organización, la cooperación, la solidaridad y los valores
espirituales como elementos que han permitido nuestro avance, resistencia, superación
o escape de los momentos más oscuros de estancamiento a los que hemos sido
sometidos por los grupos hegemónicos a lo largo de la historia.
La familia por
ejemplo, es una estructura compleja derivada de las relaciones socioeconómicas y
culturales de cada época que ha vivido la sociedad; ésta evoluciona como parte
de ese cuerpo al que pertenece y como su célula constitutiva, es diferente en
el rango de edades, experiencias, relaciones, diálogos, experimentando visiones
del pasado, presente y futuro, hoy enfrentada a la crisis de la posmodernidad
telemática, de las diásporas humanas, el desarraigo generado por la guerra y la
movilidad en un mundo globalizado que fragmenta sus vínculos y valores interiores.
El adulto mayor
como miembro de la familia, no solo representa actos de ternura y de juegos con
los niños o largos silencios y jornadas obligadas de visitas al médico, una
visión simplista y reduccionista propia de estos tiempos. El adulto mayor invisibilizado
en los tiempos de la telemática juega un rol más protagónico y clave en la
estructura de la familia y la sociedad. Su edad no puede verse desde la
perspectiva del tiempo, sino en relación con sus vivencias, éxitos y fracasos desde
el plano social, familiar y personal en un ámbito socio cultural, económico y
político en continuo movimiento, que se torna agresivo e inconsecuente con su aportación,
después de haberle extraído su savia, máxime si se trata del adulto mayor de
las clases sociales más excluidas y empobrecidas en los últimos cuarenta años
de neoliberalismo en los espacios urbanos y rurales.
Su relato
siempre hará referencia al trabajo realizado a lo largo de su vida, a sus
luchas y vicisitudes; representa el acumulado intelectual producto del análisis
sobre el desempeño en sus oficios, vivencias e interacciones con el mundo
social, estas vivencias en el tiempo histórico legitiman su don o autoridad de aconsejar
a sus semejantes menos experimentados y el de transmitir, a través del relato,
los saberes ancestrales, la historia e identidad de la familia y del ámbito
societal al que pertenece; aborda las costumbres del pasado y las contrasta con
el presente, posibilitando juicios sobre los cambios históricos; conoce acerca
de la incidencia de la luna y del clima en la agricultura; enciende el fuego con facilidad; da sin mirar
cuánto queda en la despensa; posibilita el diálogo familiar y la capacidad de
escucha y perdón, aspectos tan esquivos en la sociedad colombiana. El adulto
mayor es un ser genuino, libre de los prejuicios, como diría Saramago en su
poema ¿qué cuantos años tengo?[1]
[...] ¿Qué cuántos años tengo?
No necesito marcarlos con un número
Pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos,
lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones
truncadas ... ¡Valen mucho más que eso! [...] (Fragmento)
Pero el sistema
médico mercantilizador de la vida no está interesado en mayores y enfermos, ni en
la memoria, ni en relatos, tradiciones ni valores, ni mucho menos en el afecto,
la compasión o la ternura, su interés se encuentra en la utilidad del negocio
de la salud, en humanos vitales dispuestos a ser explotados sin reniego, por
ello el sistema tiene un acuerdo tácito con la pandemia, es darwinista y
maltusiano, desea que desaparezcan para no asumir ese costo, es un sistema que impulsa
el regreso a la animalidad y se opone a los valores de la solidaridad, la
generosidad y la compasión, sin disposición a reconocerles algo de su magno
trabajo, expulsándolos a la calle a seguir trabajando para su sustento, ante
una sociedad indiferente que se empeña en elegir a sus verdugos.
¿Por qué defender
a los mayores?...defender a esos sujetos silenciosos del rincón de la casa, del
asiento viejo, tercos e insistentes, es defender la estructura central de la
familia, porque en ellos está la historia y la sabiduría, la serenidad y el
temple, la experiencia, el pasado y los designios del futuro; ellos ayudan a
resolver las crisis de la familia y de la organización de manera serena,
producto de su experiencia, de éxitos y fracasos, no se apuran ante las
quimeras de la acumulación de riqueza material, saben que el sistema
capitalista es saqueador y excluyente, se ríen de nuestros afanes, juegan con
los niños y les imprimen elementos de sensibilidad, humanismo, afecto e
identidad, un quite al dominio telemático esclavizante.
Por ello, el discurso
institucional de “relevo generacional” no tiene cabida, debe plantearse uno distinto,
que haga referencia al “diálogo intergeneracional” como en los pueblos
ancestrales y en las sociedades campesinas tradicionales. Los hombres y mujeres
mayores no deben ser relevados ni relegados; no le podemos pedir a los jóvenes
que asuman ese complejo rol sin haberlo vivido, ellos lo harán cuando sean
mayores. Sin mayores, la familia pierde el rumbo.
Las sociedades
que han perdido a sus mayores producto del coronavirus y de otros problemas
predecibles, prevenibles y curables, han perdido parte de la historia, identidad,
saber y cultura, han perdido su serenidad, serán sociedades tristes, sin magia,
sin relato, sin acervo y sin niños sensibles, han perdido el significado de la
tenacidad humana contada a sus propios congéneres. Es a ello a lo que nos
enfrentamos, lo cual requiere protegerlos no simplemente con las medidas de aislamiento
durante la cuarentena, como escondiéndolos de la muerte para liberarlos luego a
la sociedad del desprecio. La protección del mayor pasa por el reconocimiento
de su rol digno como sabio de la familia y de la sociedad, con un sistema médico
humanizado, un sistema alimentario decente y con una cultura integradora,
dialogante y reconocedora de su aporte y resistencia histórica en un sistema
socioeconómico que se empeña en su marginamiento.