jueves, 4 de junio de 2020

SALVAR A LOS VIEJOS ¿PARA QUÉ?

Cuando se anunció la llegada del virus que produce la COVID 19, una de las imposiciones normativas fue la cuarentena y, con ella, el aislamiento de la mayoría de las personas, con especial énfasis en los niños y adultos mayores que deben estar confinados hasta el último día de mayo.

A medida que la cuarentena se ha ido extendiendo, los medios de comunicación nos han dado a conocer el avance de la enfermedad, particularmente en el mundo desarrollado, ese de las revoluciones tecnológicas, de la imposición del neoliberalismo, de las armas de destrucción masiva y la mercantilización de la salud y la vida; ese mundo que la mayoría de gobernantes de la periferia, caprichosamente, imponen como el referente de nuestra sociedad futura.

Día a día conocemos espantosas escenas con miles de cadáveres forrados en estuches - algo  inimaginable hasta hace apenas unos tres meses- enterrados en fosas comunes y huérfanos de los rituales y costumbres de los seres queridos; espantosas escenas de gobernantes que desafían la enfermedad, con el argumento de que la economía capitalista no puede sucumbir y que las muertes que arroje la pandemia son su  costo natural; espantosas escenas de adultos mayores desafiando la enfermedad para obtener algún ingreso que les permita subsistir; espantosas escenas de cientos de banderas rojas como símbolo de necesidad para obtener una ayuda solidaria que prolongue la existencia, mientras políticos corruptos sobrefacturan los alimentos esenciales para paliar la tragedia, como oda a los planteamientos darwinianos y maltusianos sobre la evolución  y sobrevivencia de los más fuertes, aquellos que han detentado el poder económico y político.

Los informes hablan acerca de la edad avanzada y el tipo de enfermedades que sufría el difunto, por lo que tácitamente inducen a hacer creer que se habían generado las condiciones para que la COVID 19 se expresara en su máxima intensidad en un ser débil y aquejado de dolencias como la hipertensión, la diabetes y otros males; evitando de esa manera el cuestionamiento a un sistema económico que optó por demeritar el valor sagrado de la vida humana y, con ello, la justificación al desmantelamiento paulatino del concepto de salud pública y del sistema hospitalario, considerándolo como un costo innecesario.

No me ocupo en esta parte de la mercantilización que ha sufrido la salud y la vida por el aparato prestador (vendedor diría) de estos servicios, a merced del modelo económico impuesto; me apresto a analizar algo que me ha llamado poderosamente la atención, más allá del problema moral de proteger al adulto mayor. Se trata de redescubrir las razones y prácticas fundamentales que como sociedad humana nos hacen distintos a la animalidad, etapa hacia donde el capitalismo contemporáneo desea regresarnos con un alto grado de adiestramiento y sometimiento, sumisos y carentes de cualquier reflexión crítica. La sociedad humana como cuerpo diferente a la manada, es aquella de los afectos, la familia, trabajo, la cultura, el lenguaje, la memoria, la organización, la cooperación, la solidaridad y los valores espirituales como elementos que han permitido nuestro avance, resistencia, superación o escape de los momentos más oscuros de estancamiento a los que hemos sido sometidos por los grupos hegemónicos a lo largo de la historia.

La familia por ejemplo, es una estructura compleja derivada de las relaciones socioeconómicas y culturales de cada época que ha vivido la sociedad; ésta evoluciona como parte de ese cuerpo al que pertenece y como su célula constitutiva, es diferente en el rango de edades, experiencias, relaciones, diálogos, experimentando visiones del pasado, presente y futuro, hoy enfrentada a la crisis de la posmodernidad telemática, de las diásporas humanas, el desarraigo generado por la guerra y la movilidad en un mundo globalizado que fragmenta sus vínculos y valores interiores.

El adulto mayor como miembro de la familia, no solo representa actos de ternura y de juegos con los niños o largos silencios y jornadas obligadas de visitas al médico, una visión simplista y reduccionista propia de estos tiempos. El adulto mayor invisibilizado en los tiempos de la telemática juega un rol más protagónico y clave en la estructura de la familia y la sociedad. Su edad no puede verse desde la perspectiva del tiempo, sino en relación con sus vivencias, éxitos y fracasos desde el plano social, familiar y personal en un ámbito socio cultural, económico y político en continuo movimiento, que se torna agresivo e inconsecuente con su aportación, después de haberle extraído su savia, máxime si se trata del adulto mayor de las clases sociales más excluidas y empobrecidas en los últimos cuarenta años de neoliberalismo en los espacios urbanos y rurales.

Su relato siempre hará referencia al trabajo realizado a lo largo de su vida, a sus luchas y vicisitudes; representa el acumulado intelectual producto del análisis sobre el desempeño en sus oficios, vivencias e interacciones con el mundo social, estas vivencias en el tiempo histórico legitiman su don o autoridad de aconsejar a sus semejantes menos experimentados y el de transmitir, a través del relato, los saberes ancestrales, la historia e identidad de la familia y del ámbito societal al que pertenece; aborda las costumbres del pasado y las contrasta con el presente, posibilitando juicios sobre los cambios históricos; conoce acerca de la incidencia de la luna y del clima en la agricultura;  enciende el fuego con facilidad; da sin mirar cuánto queda en la despensa; posibilita el diálogo familiar y la capacidad de escucha y perdón, aspectos tan esquivos en la sociedad colombiana. El adulto mayor es un ser genuino, libre de los prejuicios, como diría Saramago en su poema ¿qué cuantos años tengo?[1]

              [...] ¿Qué cuántos años tengo?

               No necesito marcarlos con un número

               Pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos,

               lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones 

               truncadas ... ¡Valen mucho más que eso! [...] (Fragmento)

           

Pero el sistema médico mercantilizador de la vida no está interesado en mayores y enfermos, ni en la memoria, ni en relatos, tradiciones ni valores, ni mucho menos en el afecto, la compasión o la ternura, su interés se encuentra en la utilidad del negocio de la salud, en humanos vitales dispuestos a ser explotados sin reniego, por ello el sistema tiene un acuerdo tácito con la pandemia, es darwinista y maltusiano, desea que desaparezcan para no asumir ese costo, es un sistema que impulsa el regreso a la animalidad y se opone a los valores de la solidaridad, la generosidad y la compasión, sin disposición a reconocerles algo de su magno trabajo, expulsándolos a la calle a seguir trabajando para su sustento, ante una sociedad indiferente que se empeña en elegir a sus verdugos.

¿Por qué defender a los mayores?...defender a esos sujetos silenciosos del rincón de la casa, del asiento viejo, tercos e insistentes, es defender la estructura central de la familia, porque en ellos está la historia y la sabiduría, la serenidad y el temple, la experiencia, el pasado y los designios del futuro; ellos ayudan a resolver las crisis de la familia y de la organización de manera serena, producto de su experiencia, de éxitos y fracasos, no se apuran ante las quimeras de la acumulación de riqueza material, saben que el sistema capitalista es saqueador y excluyente, se ríen de nuestros afanes, juegan con los niños y les imprimen elementos de sensibilidad, humanismo, afecto e identidad, un quite al dominio telemático esclavizante.

Por ello, el discurso institucional de “relevo generacional” no tiene cabida, debe plantearse uno distinto, que haga referencia al “diálogo intergeneracional” como en los pueblos ancestrales y en las sociedades campesinas tradicionales. Los hombres y mujeres mayores no deben ser relevados ni relegados; no le podemos pedir a los jóvenes que asuman ese complejo rol sin haberlo vivido, ellos lo harán cuando sean mayores. Sin mayores, la familia pierde el rumbo.

Las sociedades que han perdido a sus mayores producto del coronavirus y de otros problemas predecibles, prevenibles y curables, han perdido parte de la historia, identidad, saber y cultura, han perdido su serenidad, serán sociedades tristes, sin magia, sin relato, sin acervo y sin niños sensibles, han perdido el significado de la tenacidad humana contada a sus propios congéneres. Es a ello a lo que nos enfrentamos, lo cual requiere protegerlos no simplemente con las medidas de aislamiento durante la cuarentena, como escondiéndolos de la muerte para liberarlos luego a la sociedad del desprecio. La protección del mayor pasa por el reconocimiento de su rol digno como sabio de la familia y de la sociedad, con un sistema médico humanizado, un sistema alimentario decente y con una cultura integradora, dialogante y reconocedora de su aporte y resistencia histórica en un sistema socioeconómico que se empeña en su marginamiento.  


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