martes, 26 de marzo de 2024

EL “PETARDO” LANZADO POR GUSTAVO PETRO

 

 

 

EL “PETARDO” LANZADO POR GUSTAVO PETRO

El “petardo” lanzado por el Presidente Gustavo Petro el 15 de marzo, en las horas de la tarde, ante la minga indígena en Cali, produjo fuertes ondas expansivas a todo el país y le rompió los tímpanos a más de uno. Al día siguiente, salieron, también en minga, toda la godarria, las derechas extrema y moderada, y con ellos, todos los patiamarillos que abundan en todas las agrupaciones políticas, en el Pacto Histórico y hasta en la Colombia Humana del mismo Petro, a decir “que eso no se puede”, “que no es el momento” y “que no se necesita una Constituyente”.

Medio ensordecidos y medio atontados, no se les escapó el sentido de lo que Petro les estaba anunciado. Salvo algunos pocos juristas que saben que no pueden violentar su conciencia jurídica y les es obvio que esa es una decisión autónoma de los pueblos que pueden tomarla en cualquier momento, y que, además, es un derecho expresamente reconocido en la Constitución Política de 1.991, la manada simiesca llenó el espacio de gruñidos, muecas, brincos y chillidos, expresando que no, que “eso no puede ser”.

A estas alturas esa horda cree que, después de más de 200 años, puede seguir de largo asustando a los pueblos con los fantasmas de su Legalidad y sus Derechos, hechos a su medida y para su exclusivo beneficio. Cree que la actual Constitución Política de 1.991 que, a sus 33 años, no ha resuelto ninguno de los más graves y recurrentes problemas estructurales de nuestro país, puede, al igual que la de 1.886, durar más de 100 años, incólume e intocable.

Con toda seguridad, más temprano que tarde, la Constituyente tendrá que hacerse en Colombia. Yo he sostenido y sostengo que la actual Constitución Política de 1.991, no sirve para hacer los cambios democráticos que el país necesita. No permite ni contribuye a facilitar las transformaciones estructurales que ha reclamado y reclama el pueblo colombiano.

La Constitución Política de 1.991, no modificó absolutamente en nada el régimen de la gran propiedad territorial y sí contribuyó a agravarlo aún más. Por eso, la propuesta de Reforma agraria de 1.994, aunque fuera acompañada de un subsidio bastante alto a la adquisición de las tierras, no pudo llevarse adelante. La actual propuesta de Reforma Agraria de Gustavo Petro, no avanza y no avanzará. Primero, porque fue concebida más con el propósito, muy noble, por cierto, de resarcir a las víctimas de la violencia, las guerras y el despojo; y segundo, no es propiamente el resultado de la lucha de un fuerte Movimiento campesino por la tierra. Este ya no existe, y no puede volver a existir como en la década de los años 70 del siglo pasado. Hoy la redistribución de la propiedad territorial para entregarla a los que necesitan tierras y a los pequeños y medianos productores, hay que replantearla totalmente. De llevarse a cabo, tiene que hacerse en la perspectiva de una política integral que va, desde la entrega de tierras, la reorganización de la producción, el acompañamiento tecnológico, la organización del mercadeo, la conectividad vial y virtual, la investigación científica en el mismo escenario de producción y la capacitación técnica y profesional de los productores.

La Constitución Política de 1.991 no modificó en nada, y ni siquiera avanzó en un mínimo de control a la abusiva y desmoralizante concentración de riquezas en muy reducidos dueños de la propiedad accionaria de empresas industriales, agroindustriales, comerciales, bancarias y de servicios. Por el contrario, lo que hizo fue quitarle los resortes a la puerta giratoria y dejarla que volteara libremente, permitiendo la entrada de inversionistas extranjeros a adueñarse de los saldos a precio de ganga de empresas de particulares y públicas; permitir la libre importación de una alta proporción de productos industriales y, sobre todo, de productos agropecuarios, condenando esta importante actividad productiva a la quiebra.

Desde mucho antes de la Constitución Política de 1.991, muchas empresas industriales nacionales, fueron liquidadas para convertirlas en simples importadoras de productos extranjeros. A partir de 1.991, lo que hizo esa Constitución fue rematar lo que ya era un hecho. En adelante se consumó la desindustrialización y la desnacionalización del país. Se consumó el despojo de lo más esencial de un Estado Nacional que es su Soberanía, o capacidad de decidir a su interior, qué debe producir y cómo producirlo, para garantizar la satisfacción de las necesidades básicas de su población.

En lo único que han descollado godos y liberales de la estirpe de vendepatrias, secundados por la caterva de patiamarillos que siempre han rondado a su lado, ha sido en el arte de entregar los intereses nacionales a sus amos, especialmente a los amos ingleses ayer y a los gringos después. Con el cinismo que los ha caracterizado, han respondido de manera agresiva o burlesca a las exigencias del pueblo, porque esa entrega siempre les ha reportado grandes beneficios para engordar sus presupuestos familiares. Y eso fue la Constitución Política de 1.991. Allí, godos y liberales continuadores de la misma estirpe, consumaron otro acto más de entrega de los intereses nacionales al modelo neoliberal que se habría paso como una avalancha, rompiendo barreras levantadas contra ese comportamiento político consuetudinario de la oligarquía colombiana.

Incluso antes de haber convocado la Asamblea Nacional Constituyente y aprobar en ella la nueva Constitución Política, ya se había modificado los últimos girones de legislación nacional que en cierta medida protegían la producción y algún aliento de soberanía nacional. Fue aprobada la descentralización política y administrativa que no era otra cosa que la desvertebración y diseminación del poder central en micro-poderes locales y, sobre todo, esa sí, descentralización y extensión de la corrupción política y administrativa, es decir que, hasta el último Alcalde del Municipio más pobre, pudiera robar algo. Fue modificada la legislación bancaria y flexibilizada para permitir la entrada de capitales extranjeros a apoderarse del mercado financiero y que, además, le permitió moverse con mayor facilidad al “blanqueo” o lavado de activos del narcotráfico.

Fue impuesta la “flexibilización laboral” para colmar de garantías extraordinarias al capital y demoler el derecho a la estabilidad laboral de los trabajadores, con lo que generaron la cuantiosa “informalidad” privándolos de elementales derechos conquistados en duras batallas durante largos años. La Constitución Política de 1991, en vez de reaccionar y crear defensas contra esta monumental injusticia, dejó el camino abierto para ahondarla. Por eso, convocar otra Constituyente para que haga simples retoques a la Constitución anterior, sin tocar en nada ese que es el quid de toda la cuestión, no pasaría de ser otra gran frustración.

Con el cuento de repartir derechos a diestra y siniestra como lo hizo la Constitución Política de 1.991, ocultó e impidió ver a los colombianos lo principal que era exactamente democratizar el régimen de propiedad de la tierra creando herramientas para impedir su concentración. Crear herramientas para impedir la concentración abusiva de la propiedad accionaria de empresas industriales, agroindustriales, comerciales, bancarias y de servicios; permitir una mayor distribución de las riquezas generadas por los crecientes índices de productividad del trabajo y por la explotación de recursos naturales.

Crear herramientas para democratizar la acción propia e independiente de los distintos sectores sociales populares y su participación efectiva en las decisiones políticas para promover el progreso y desarrollo colectivos de los colombianos. Ponerle término al sistema y la práctica partidistas tradicionales excluyentes que han reinado por tantos años en nuestro país, lo cual no se logra, mientras siga existiendo e incluso se haya fortalecido el régimen político que garantiza y perpetúa la concentración de la propiedad y todos sus beneficios económicos.

Es a esto a lo que podemos llamar con propiedad proceso de democratización en marcha. Proceso en el que el fortalecimiento del régimen político democrático garantiza y fortalece la redistribución amplia y equitativa de las riquezas, y esta a su vez, profundiza la democracia, la igualdad real, el crecimiento y desarrollo real del ciudadano, no únicamente de los dueños del país. Este perfeccionamiento continuo de un régimen político democrático es el que tenemos que construir entre todos para poder dar el salto a una sociedad realmente grande y civilizada, si no queremos seguir bajo la coyunda de “la democracia” de los Gómez, de los Ospina, de los Santos, de los Lleras, de los Uribe y todos los meseros que se han ido acomodando al amparo de un modelo que ya no da más.

Un proceso democrático consecuente en marcha hacia su perfeccionamiento progresivo, se caracteriza por hacer de la acción política democrática de las grandes mayorías nacionales, un proceso vivo, activo, en continuo movimiento y de cambio constante en el que se fortalecen y consolidan sin pausa los beneficios económicos, políticos, sociales y culturales de esas mayorías nacionales, y no al contrario, como sucede en nuestro país. Para estas fuerzas democráticas consecuentes, la democracia no es ni puede ser un cascarón vacío, muerto y petrificado que no significa nada para quienes trabajan, producen y construyen con su sudor el país, pero se los despoja y excluye de él. No puede ser una trinchera donde se parapetan los que no hacen nada, lo tienen todo y desde ella combaten a muerte todo intento de modificarles sus privilegios para mantener indefinidamente ese estado de cosas. Tampoco puede ser un harapo demagógico como lo ha sido en nuestro país en manos de esa caterva de politiqueros y patiamarillos en su oficio de engañar y corromper la conciencia de los electores.

Por eso, hemos sido lo suficientemente críticos de la Constitución Política de 1.991 desde el primer momento que fuera aprobada. No hay necesidad de que la frente le llegue a uno hasta la nuca para poder percibir, entender y formarse un criterio mínimamente crítico acerca de un documento de tanta trascendencia como es el de la Constitución Política de nuestro país. Y más todavía, cuando fueron las fuerzas de ultraderecha con sus representantes muy bien secundados desde la sombra por los carteles del narcotráfico, rodeados de leguleyos y patiamarillos los que realmente manejaron la Asamblea Nacional Constituyente.

No es posible y no es aceptable que, a estas alturas, después de 33 años, no hayamos hecho el más mínimo esfuerzo por evaluar y reflexionar por qué fueron precisamente los Gómez, los Pastrana, los Lleras, los Santos, los que asumieron la defensa más fanática de la Constitución Política de 1.991. Luego fueron los Gaviria, secundados por los promotores del modelo neoliberal dentro y fuera del país, los que se catapultaron en ella, y a continuación, los Uribe y todas las mafias que han ido desde la producción y comercialización de estupefacientes hasta las de la politiquería y la contratación con el Estado rodeados de paramilitares, que secuestraron al país para desangrarlo, los que han salido a defender esa Constitución con vehemencia. Si todo esto no nos dice nada y no nos hace entender a qué obedece, a quienes tanto hablamos de democracia, de alternatividad y hasta de revolución, es bueno que hagamos un alto en el camino y nos pongamos a pensar en qué sonambulismo es que hemos vivido en todo este tiempo.

El argumento que esgrime ahora la manada simiesca, “irrefutable”, “inconmovible”, según el cual, la Constitución Política de 1.991 “fue el fruto de un consenso de todas las fuerzas políticas del momento” y que por eso no se puede tocar o que para tocarla hay que hacer otro consenso, sí, eso fue y es cierto. Pero, ¿“un consenso” manipulado y manejado por quién o quiénes? ¿Y no es eso lo que están exigiendo ahora? ¿Un “consenso” para aprobar las reformas presentadas por Petro al Congreso? Un “consenso” manipulado y manejado por ellos, para no aprobarlas o aprobarlas a su amaño y para su exclusivo beneficio. Así de simple es el asunto. Que sea el mismo “consenso” de siempre y para lo de siempre. Que se modifique todo para no modificarles nada a ellos.

Petro lanzó el “petardo” y el eco de las ondas sonoras retumbó por todas partes. Al día siguiente se prendió la loma. La algarabía de la manada simiesca no se hizo esperar. Y a los dos días, Petro retrocedió y salió a calmar los ánimos. Con el gorro y la capa de Arzobispo, salió a ungir de incienso y agua bendita la Constitución Política de 1.991 y declarar: “La Constituyente no es para cambiar la Constitución Política de 1.991, sino para hacer aprobar las reformas por el Congreso” y propuso 8 puntos como temas para la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, de debate y decisión en ella.

Convocar una Constituyente, si es que la manada simiesca se lo permite, solo para ponerla a debatir sobre la aprobación y ejecución de esos 8 puntos y las reformas sometidas a la aprobación del Congreso, sin modificar en nada el nervio central de la Constitución Política de 1.991 que es la intolerable concentración de la propiedad rural y urbana, es seguir en lo mismo, es hacer lo mismo que hizo la Constituyente pasada. Desde nuestro punto de vista, no es tan cierto que los Partidos tradicionales “se vieran forzados a aceptar el consenso para convocar la Constituyente” en 1.991. Creemos que fue al contrario. Los tradicionales sabían perfectamente que las fuerzas y organizaciones populares que estaban promoviendo la convocatoria, no tenían nada claro ni sabían qué era lo que iban a hacer en la Constituyente. Para ellos, era suficientemente claro que le podían echar mano a la convocatoria y manejarla, entre otras, porque en ese caso sí, tenían la urgencia de responder a exigencias internacionales de hacer la apertura democrática y de mercados, de abrirle el camino al modelo neoliberal. Es decir, fueron las fuerzas y organizaciones populares convocantes de la Constituyente, las que tuvieron que acogerse, aceptar y someterse “al consenso” de los señores que sí sabían qué era lo que iban a hacer en ella.

En las condiciones en que se encuentra el Pacto Histórico y la misma Colombia Humana, no hay, no existe la fuerza política con la capacidad para convocar una Constituyente y que esta produzca los resultados que requiere el país. Por lo menos, algunos sectores de los tradicionales perciben claramente este hecho. Por eso, el señor Vargas Lleras ya lanzó el anzuelo. Saben que ni Petro ni lo que gira alrededor de él, están en capacidad de ir siquiera, un poco más allá de la Constituyente de 1.991. En este estado de cosas, convocar una Constituyente, si es que se logra el apoyo del elector, entraña un gran riesgo hasta para la misma derecha y ultraderecha, puesto que su rumbo y lo que resulte de allí, es totalmente incierto. Ese puede convertirse en un petardo que continúa estallando y dañándole los pies a muchos. En cierta medida, esa es la razón de la algarabía de la manada simiesca que instintivamente, intuye el peligro.

Creemos que la convocatoria a una nueva Constituyente hay que plantearla, no para hacerla ahora, sino para trabajarla en perspectiva, hacia un determinado tiempo y unificando fuerzas políticas y sociales populares que asuman el compromiso de transformar de verdad el país desde abajo. Creemos que, para ello, hay que ir hacia la conformación de una Convergencia Nacional, no de personas o figuras, sino de fuerzas políticas y sociales populares. Tal Convergencia debe ir más allá del Pacto Histórico y Colombia Humana y acercar muchas más sectores, organizaciones, agrupaciones y personas que se comprometan por ahora, a movilizar todas las fuerzas que sea posible en torno al apoyo y exigencia de la aprobación y trámite de las reformas, pero también de la preparación de la Convocatorias de la Asamblea Nacional Constituyente.

Es evidente que las fuerzas políticas y sociales reaccionarias lograron bloquear la aprobación de las reformas en el Congreso y avanzar a su entierro definitivo, no porque tengan tanta fuerza política, sino porque la institucionalidad está prácticamente toda en sus manos y por la debilidad y desorganización de las fuerzas democráticas populares. Esto fue exactamente lo que hicieron con las reformas liberales de la “Revolución en marcha” de López Pumarejo 1.934-1.938. A propósito, veamos lo que escribe la periodista Tatiana Acevedo en El Espectador de marzo 24 de 2.024, rememorando algo de la masacre de las bananeras en 1.928 y lo que vino después.

“La masacre expuso el talante excluyente de la Hegemonía Conservadora. El crecimiento económico de inicios de los años veinte había legado una clase trabajadora urbana organizada que comenzaba a protestar. En el campo el descontento era similar. En Córdoba, Juana Julia Guzmán inició unos procesos de luchas y resistencias campesinas por el derecho a la tierra que cosecharon algunas victorias y despertaron mucha represión. La Hegemonía se aferraba a una modernidad económica sin reformas sociales y se negaba a compartir el estado con la mayoría de habitantes del país.  

En medio de esta crisis, el Partido Conservador llegó dividido a las elecciones de 1.930 y Enrique Olaya Herrera pudo llegar a la presidencia. Su gobierno fue uno de transición, respaldado tanto por conservadores de centro como por liberales que proponían una ruptura grande con el pasado. Pero, sin importar los esfuerzos de concertación de Olaya Herrera, los conservadores comenzaron a radicalizarse. La presidencia de Alfonso López Pumarejo hizo que se polarizara más y más. El programa de reformas sociales, llamado ‘Revolución en Marcha’ (que introdujo la reforma agraria, la educación pública laica y el sufragio universal de varones) fue recibido con gran alarma por los conservadores. Trataron de bloquear cada cambio no solo en el Congreso sino sobre todo desde la prensa, la radio y el pulpito. Proclamaron la destrucción de la familia, la propiedad privada y la civilización. Y emitieron amenazas directas y soterradas exigiendo el final de la República Liberal.

Es por esto que trabajos académicos sobre la violencia, que se inició en 1.948, coinciden en afirmar que uno de los procesos que condujeron a la confrontación fue la virulenta oposición al reformismo de la República Liberal. Sobre todo, al primer gobierno de López Pumarejo (1.934-1.938) en que conservadores y liberales católicos albergaron temores que con el tiempo se convirtieron en grandes llamados a la agresividad” (Las negrillas son nuestras). 

Parafraseando el adagio popular, podríamos decir: cualquier parecido (con lo que nos está sucediendo hoy), no es pura coincidencia. Esto ya lo hemos vivido. Ya lo ha experimentado nuestro pueblo en su propia carne. Si lo queremos seguir repitiendo o, más bien, si queremos que nos sigan repitiendo la dosis, es ya asunto enteramente nuestro.

Creemos que lo que el momento amerita y necesita es un Plan de Acción Inmediato coherente, que contemple estratégicamente qué es lo que hay que hacer, y tácticamente, cómo hacerlo; que mida los pasos a realizar; que defina con precisión qué hay que hacer en cada paso. Creemos que lo primero es convocar a todas las fuerzas políticas, sectores, organizaciones, grupos y personas que sea posible pero que estén dispuestas a asumir las responsabilidades que pesan sobre el país, para conformar una gran Convergencia Nacional, de la cual deberán salir unos representantes que continúen la lucha por las reformas que están planteadas, ya no tanto dentro, sino fuera del Congreso; que continúe la preparación para la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente y otras propuestas que habrá que definirlas con el mayor cuidado.  

No es el momento de improvisar ni de lanzar iniciativas de manera desordenada, que siendo buenas y hasta oportunas, se convierten en material inflamable que empeoran la situación. Es el momento de organizar, de ordenar, reflexionar y actuar con serenidad, no llevados por la precipitud de responderle a los adversarios.

 

Cordialmente

 

Marino Ausecha Cerón

Especial para EL FARO SOCIAL

Popayán, marso 26/2.024

 

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