EL “PETARDO” LANZADO POR GUSTAVO PETRO
El
“petardo” lanzado por el Presidente
Gustavo Petro el 15 de marzo, en las horas de la tarde, ante la minga indígena
en Cali, produjo fuertes ondas expansivas a todo el país y le rompió los
tímpanos a más de uno. Al día siguiente, salieron, también en minga, toda la
godarria, las derechas extrema y moderada, y con ellos, todos los patiamarillos
que abundan en todas las agrupaciones políticas, en el Pacto Histórico y hasta
en la Colombia Humana del mismo Petro, a decir “que eso no se puede”, “que no
es el momento” y “que no se necesita una Constituyente”.
Medio
ensordecidos y medio atontados, no se les escapó el sentido de lo que Petro les
estaba anunciado. Salvo algunos pocos juristas que saben que no pueden
violentar su conciencia jurídica y les es obvio que esa es una decisión
autónoma de los pueblos que pueden tomarla en cualquier momento, y que, además,
es un derecho expresamente reconocido en la Constitución Política de 1.991, la
manada simiesca llenó el espacio de gruñidos, muecas, brincos y chillidos,
expresando que no, que “eso no puede ser”.
A
estas alturas esa horda cree que, después de más de 200 años, puede seguir de
largo asustando a los pueblos con los fantasmas de su Legalidad y sus Derechos,
hechos a su medida y para su exclusivo beneficio. Cree que la actual
Constitución Política de 1.991 que, a sus 33 años, no ha resuelto ninguno de
los más graves y recurrentes problemas estructurales de nuestro país, puede, al
igual que la de 1.886, durar más de 100 años, incólume e intocable.
Con
toda seguridad, más temprano que tarde, la Constituyente tendrá que hacerse en
Colombia. Yo he sostenido y sostengo que la actual Constitución Política de
1.991, no sirve para hacer los cambios democráticos que el país necesita. No
permite ni contribuye a facilitar las transformaciones estructurales que ha
reclamado y reclama el pueblo colombiano.
La
Constitución Política de 1.991, no modificó absolutamente en nada el régimen de
la gran propiedad territorial y sí contribuyó a agravarlo aún más. Por eso, la
propuesta de Reforma agraria de 1.994, aunque fuera acompañada de un subsidio
bastante alto a la adquisición de las tierras, no pudo llevarse adelante. La
actual propuesta de Reforma Agraria de Gustavo Petro, no avanza y no avanzará.
Primero, porque fue concebida más con el propósito, muy noble, por cierto, de
resarcir a las víctimas de la violencia, las guerras y el despojo; y segundo,
no es propiamente el resultado de la lucha de un fuerte Movimiento campesino
por la tierra. Este ya no existe, y no puede volver a existir como en la década
de los años 70 del siglo pasado. Hoy la redistribución de la propiedad
territorial para entregarla a los que necesitan tierras y a los pequeños y
medianos productores, hay que replantearla totalmente. De llevarse a cabo,
tiene que hacerse en la perspectiva de una política integral que va, desde la
entrega de tierras, la reorganización de la producción, el acompañamiento
tecnológico, la organización del mercadeo, la conectividad vial y virtual, la
investigación científica en el mismo escenario de producción y la capacitación
técnica y profesional de los productores.
La
Constitución Política de 1.991 no modificó en nada, y ni siquiera avanzó en un
mínimo de control a la abusiva y desmoralizante concentración de riquezas en
muy reducidos dueños de la propiedad accionaria de empresas industriales,
agroindustriales, comerciales, bancarias y de servicios. Por el contrario, lo
que hizo fue quitarle los resortes a la puerta giratoria y dejarla que volteara
libremente, permitiendo la entrada de inversionistas extranjeros a adueñarse de
los saldos a precio de ganga de empresas de particulares y públicas; permitir
la libre importación de una alta proporción de productos industriales y, sobre
todo, de productos agropecuarios, condenando esta importante actividad
productiva a la quiebra.
Desde
mucho antes de la Constitución Política de 1.991, muchas empresas industriales
nacionales, fueron liquidadas para convertirlas en simples importadoras de
productos extranjeros. A partir de 1.991, lo que hizo esa Constitución fue
rematar lo que ya era un hecho. En adelante se consumó la desindustrialización
y la desnacionalización del país. Se consumó el despojo de lo más esencial de
un Estado Nacional que es su Soberanía, o capacidad de decidir a su interior,
qué debe producir y cómo producirlo, para garantizar la satisfacción de las
necesidades básicas de su población.
En
lo único que han descollado godos y liberales de la estirpe de vendepatrias,
secundados por la caterva de patiamarillos que siempre han rondado a su lado,
ha sido en el arte de entregar los intereses nacionales a sus amos,
especialmente a los amos ingleses ayer y a los gringos después. Con el cinismo
que los ha caracterizado, han respondido de manera agresiva o burlesca a las
exigencias del pueblo, porque esa entrega siempre les ha reportado grandes
beneficios para engordar sus presupuestos familiares. Y eso fue la Constitución
Política de 1.991. Allí, godos y liberales continuadores de la misma estirpe,
consumaron otro acto más de entrega de los intereses nacionales al modelo
neoliberal que se habría paso como una avalancha, rompiendo barreras levantadas
contra ese comportamiento político consuetudinario de la oligarquía colombiana.
Incluso
antes de haber convocado la Asamblea Nacional Constituyente y aprobar en ella
la nueva Constitución Política, ya se había modificado los últimos girones de
legislación nacional que en cierta medida protegían la producción y algún
aliento de soberanía nacional. Fue aprobada la descentralización política y
administrativa que no era otra cosa que la desvertebración y diseminación del
poder central en micro-poderes locales y, sobre todo, esa sí, descentralización
y extensión de la corrupción política y administrativa, es decir que, hasta el
último Alcalde del Municipio más pobre, pudiera robar algo. Fue modificada la
legislación bancaria y flexibilizada para permitir la entrada de capitales
extranjeros a apoderarse del mercado financiero y que, además, le permitió
moverse con mayor facilidad al “blanqueo” o lavado de activos del narcotráfico.
Fue
impuesta la “flexibilización laboral” para colmar de garantías extraordinarias
al capital y demoler el derecho a la estabilidad laboral de los trabajadores,
con lo que generaron la cuantiosa “informalidad” privándolos de elementales
derechos conquistados en duras batallas durante largos años. La Constitución
Política de 1991, en vez de reaccionar y crear defensas contra esta monumental
injusticia, dejó el camino abierto para ahondarla. Por eso, convocar otra
Constituyente para que haga simples retoques a la Constitución anterior, sin
tocar en nada ese que es el quid de toda la cuestión, no pasaría de ser otra
gran frustración.
Con
el cuento de repartir derechos a diestra y siniestra como lo hizo la
Constitución Política de 1.991, ocultó e impidió ver a los colombianos lo principal
que era exactamente democratizar el régimen de propiedad de la tierra creando
herramientas para impedir su concentración. Crear herramientas para impedir la
concentración abusiva de la propiedad accionaria de empresas industriales,
agroindustriales, comerciales, bancarias y de servicios; permitir una mayor
distribución de las riquezas generadas por los crecientes índices de
productividad del trabajo y por la explotación de recursos naturales.
Crear
herramientas para democratizar la acción propia e independiente de los
distintos sectores sociales populares y su participación efectiva en las
decisiones políticas para promover el progreso y desarrollo colectivos de los
colombianos. Ponerle término al sistema y la práctica partidistas tradicionales
excluyentes que han reinado por tantos años en nuestro país, lo cual no se
logra, mientras siga existiendo e incluso se haya fortalecido el régimen
político que garantiza y perpetúa la concentración de la propiedad y todos sus
beneficios económicos.
Es
a esto a lo que podemos llamar con propiedad proceso de democratización en marcha. Proceso en el que el
fortalecimiento del régimen político democrático garantiza y fortalece la
redistribución amplia y equitativa de las riquezas, y esta a su vez, profundiza
la democracia, la igualdad real, el crecimiento y desarrollo real del
ciudadano, no únicamente de los dueños del país. Este perfeccionamiento
continuo de un régimen político democrático es el que tenemos que construir
entre todos para poder dar el salto a una sociedad realmente grande y
civilizada, si no queremos seguir bajo la coyunda de “la democracia” de los
Gómez, de los Ospina, de los Santos, de los Lleras, de los Uribe y todos los
meseros que se han ido acomodando al amparo de un modelo que ya no da más.
Un
proceso democrático consecuente en marcha hacia su perfeccionamiento
progresivo, se caracteriza por hacer de la acción política democrática de las
grandes mayorías nacionales, un proceso vivo, activo, en continuo movimiento y
de cambio constante en el que se fortalecen y consolidan sin pausa los
beneficios económicos, políticos, sociales y culturales de esas mayorías
nacionales, y no al contrario, como sucede en nuestro país. Para estas fuerzas
democráticas consecuentes, la democracia no es ni puede ser un cascarón vacío,
muerto y petrificado que no significa nada para quienes trabajan, producen y
construyen con su sudor el país, pero se los despoja y excluye de él. No puede
ser una trinchera donde se parapetan los que no hacen nada, lo tienen todo y desde
ella combaten a muerte todo intento de modificarles sus privilegios para
mantener indefinidamente ese estado de cosas. Tampoco puede ser un harapo
demagógico como lo ha sido en nuestro país en manos de esa caterva de
politiqueros y patiamarillos en su oficio de engañar y corromper la conciencia
de los electores.
Por
eso, hemos sido lo suficientemente críticos de la Constitución Política de
1.991 desde el primer momento que fuera aprobada. No hay necesidad de que la
frente le llegue a uno hasta la nuca para poder percibir, entender y formarse
un criterio mínimamente crítico acerca de un documento de tanta trascendencia
como es el de la Constitución Política de nuestro país. Y más todavía, cuando
fueron las fuerzas de ultraderecha con sus representantes muy bien secundados
desde la sombra por los carteles del narcotráfico, rodeados de leguleyos y
patiamarillos los que realmente manejaron la Asamblea Nacional Constituyente.
No
es posible y no es aceptable que, a estas alturas, después de 33 años, no
hayamos hecho el más mínimo esfuerzo por evaluar y reflexionar por qué fueron
precisamente los Gómez, los Pastrana, los Lleras, los Santos, los que asumieron
la defensa más fanática de la Constitución Política de 1.991. Luego fueron los
Gaviria, secundados por los promotores del modelo neoliberal dentro y fuera del
país, los que se catapultaron en ella, y a continuación, los Uribe y todas las
mafias que han ido desde la producción y comercialización de estupefacientes
hasta las de la politiquería y la contratación con el Estado rodeados de
paramilitares, que secuestraron al país para desangrarlo, los que han salido a
defender esa Constitución con vehemencia. Si todo esto no nos dice nada y no
nos hace entender a qué obedece, a quienes tanto hablamos de democracia, de
alternatividad y hasta de revolución, es bueno que hagamos un alto en el camino
y nos pongamos a pensar en qué sonambulismo es que hemos vivido en todo este
tiempo.
El
argumento que esgrime ahora la manada simiesca, “irrefutable”, “inconmovible”,
según el cual, la Constitución Política de 1.991 “fue el fruto de un consenso
de todas las fuerzas políticas del momento” y que por eso no se puede tocar o
que para tocarla hay que hacer otro consenso, sí, eso fue y es cierto. Pero,
¿“un consenso” manipulado y manejado por quién o quiénes? ¿Y no es eso lo que
están exigiendo ahora? ¿Un “consenso” para aprobar las reformas presentadas por
Petro al Congreso? Un “consenso”
manipulado y manejado por ellos, para no aprobarlas o aprobarlas a su amaño y
para su exclusivo beneficio. Así de simple es el asunto. Que sea el mismo
“consenso” de siempre y para lo de siempre. Que se modifique todo para no
modificarles nada a ellos.
Petro
lanzó el “petardo” y el eco de las ondas sonoras retumbó por todas partes. Al
día siguiente se prendió la loma. La algarabía de la manada simiesca no se hizo
esperar. Y a los dos días, Petro retrocedió y salió a calmar los ánimos. Con el
gorro y la capa de Arzobispo, salió a ungir de incienso y agua bendita la
Constitución Política de 1.991 y declarar: “La Constituyente no es para cambiar la Constitución
Política de 1.991, sino para hacer aprobar las reformas por el Congreso” y
propuso 8 puntos como temas para la convocatoria de la Asamblea Nacional
Constituyente, de debate y decisión en ella.
Convocar
una Constituyente, si es que la manada simiesca se lo permite, solo para
ponerla a debatir sobre la aprobación y ejecución de esos 8 puntos y las
reformas sometidas a la aprobación del Congreso, sin modificar en nada el
nervio central de la Constitución Política de 1.991 que es la intolerable
concentración de la propiedad rural y urbana, es seguir en lo mismo, es hacer lo mismo que hizo la Constituyente
pasada. Desde nuestro punto de vista, no es tan cierto que los Partidos
tradicionales “se vieran forzados a aceptar el consenso para convocar la
Constituyente” en 1.991. Creemos que fue al contrario. Los tradicionales sabían
perfectamente que las fuerzas y organizaciones populares que estaban
promoviendo la convocatoria, no tenían nada claro ni sabían qué era lo que iban
a hacer en la Constituyente. Para ellos, era suficientemente claro que le
podían echar mano a la convocatoria y manejarla, entre otras, porque en ese
caso sí, tenían la urgencia de responder a exigencias internacionales de hacer la apertura democrática y de
mercados, de abrirle el camino al modelo neoliberal. Es decir, fueron las
fuerzas y organizaciones populares convocantes de la Constituyente, las que
tuvieron que acogerse, aceptar y someterse “al consenso” de los señores que sí
sabían qué era lo que iban a hacer en ella.
En
las condiciones en que se encuentra el Pacto Histórico y la misma Colombia
Humana, no hay, no existe la fuerza política con la capacidad para convocar una
Constituyente y que esta produzca los
resultados que requiere el país. Por lo menos, algunos sectores de los
tradicionales perciben claramente este hecho. Por eso, el señor Vargas Lleras
ya lanzó el anzuelo. Saben que ni Petro ni lo que gira alrededor de él, están
en capacidad de ir siquiera, un poco más allá de la Constituyente de 1.991. En
este estado de cosas, convocar una Constituyente, si es que se logra el apoyo
del elector, entraña un gran riesgo hasta para la misma derecha y ultraderecha,
puesto que su rumbo y lo que resulte de allí, es totalmente incierto. Ese puede
convertirse en un petardo que continúa estallando y dañándole los pies a
muchos. En cierta medida, esa es la razón de la algarabía de la manada simiesca
que instintivamente, intuye el peligro.
Creemos
que la convocatoria a una nueva Constituyente hay que plantearla, no para
hacerla ahora, sino para trabajarla en perspectiva, hacia un determinado tiempo
y unificando fuerzas políticas y sociales populares que asuman el compromiso de
transformar de verdad el país desde abajo. Creemos que, para ello, hay que ir
hacia la conformación de una Convergencia Nacional, no de personas o figuras,
sino de fuerzas políticas y sociales populares. Tal Convergencia debe ir más
allá del Pacto Histórico y Colombia Humana y acercar muchas más sectores, organizaciones,
agrupaciones y personas que se comprometan por ahora, a movilizar todas las
fuerzas que sea posible en torno al apoyo y exigencia de la aprobación y
trámite de las reformas, pero también de la preparación de la Convocatorias de
la Asamblea Nacional Constituyente.
Es
evidente que las fuerzas políticas y sociales reaccionarias lograron bloquear
la aprobación de las reformas en el Congreso y avanzar a su entierro
definitivo, no porque tengan tanta fuerza política, sino porque la
institucionalidad está prácticamente toda en sus manos y por la debilidad y
desorganización de las fuerzas democráticas populares. Esto fue exactamente lo
que hicieron con las reformas liberales de la “Revolución en marcha” de López
Pumarejo 1.934-1.938. A propósito, veamos lo que escribe la periodista Tatiana
Acevedo en El Espectador de marzo 24 de 2.024, rememorando algo de la masacre
de las bananeras en 1.928 y lo que vino después.
“La
masacre expuso el talante excluyente de la Hegemonía Conservadora. El
crecimiento económico de inicios de los años veinte había legado una clase
trabajadora urbana organizada que comenzaba a protestar. En el campo el
descontento era similar. En Córdoba, Juana Julia Guzmán inició unos procesos de
luchas y resistencias campesinas por el derecho a la tierra que cosecharon
algunas victorias y despertaron mucha represión. La Hegemonía se aferraba a una modernidad económica sin reformas
sociales y se negaba a compartir el estado con la mayoría de habitantes del
país.
En
medio de esta crisis, el Partido Conservador llegó dividido a las elecciones de
1.930 y Enrique Olaya Herrera pudo llegar a la presidencia. Su gobierno fue uno
de transición, respaldado tanto por conservadores de centro como por liberales
que proponían una ruptura grande con el pasado. Pero, sin importar los esfuerzos de concertación de Olaya Herrera, los
conservadores comenzaron a radicalizarse. La presidencia de Alfonso López
Pumarejo hizo que se polarizara más y más. El programa de reformas sociales, llamado
‘Revolución en Marcha’ (que introdujo la reforma agraria, la educación pública
laica y el sufragio universal de varones) fue recibido con gran alarma por los
conservadores. Trataron de bloquear cada
cambio no solo en el Congreso sino sobre todo desde la prensa, la radio y el
pulpito. Proclamaron la destrucción de la familia, la propiedad privada y la
civilización. Y emitieron amenazas directas y soterradas exigiendo el final
de la República Liberal.
Es
por esto que trabajos académicos sobre la violencia, que se inició en 1.948,
coinciden en afirmar que uno de los procesos que condujeron a la confrontación
fue la virulenta oposición al reformismo de la República Liberal. Sobre todo,
al primer gobierno de López Pumarejo (1.934-1.938) en que conservadores y
liberales católicos albergaron temores que con el tiempo se convirtieron en
grandes llamados a la agresividad” (Las negrillas son nuestras).
Parafraseando
el adagio popular, podríamos decir: cualquier parecido (con lo que nos está
sucediendo hoy), no es pura coincidencia. Esto ya lo hemos vivido. Ya lo ha
experimentado nuestro pueblo en su propia carne. Si lo queremos seguir
repitiendo o, más bien, si queremos que nos sigan repitiendo la dosis, es ya
asunto enteramente nuestro.
Creemos
que lo que el momento amerita y necesita es un Plan de Acción Inmediato
coherente, que contemple estratégicamente qué es lo que hay que hacer, y
tácticamente, cómo hacerlo; que mida los pasos a realizar; que defina con
precisión qué hay que hacer en cada paso. Creemos que lo primero es convocar a
todas las fuerzas políticas, sectores, organizaciones, grupos y personas que
sea posible pero que estén dispuestas a asumir las responsabilidades que pesan
sobre el país, para conformar una gran Convergencia Nacional, de la cual
deberán salir unos representantes que continúen la lucha por las reformas que
están planteadas, ya no tanto dentro, sino fuera del Congreso; que continúe la
preparación para la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente y otras
propuestas que habrá que definirlas con el mayor cuidado.
No
es el momento de improvisar ni de lanzar iniciativas de manera desordenada, que
siendo buenas y hasta oportunas, se convierten en material inflamable que
empeoran la situación. Es el momento de organizar, de ordenar, reflexionar y
actuar con serenidad, no llevados por la precipitud de responderle a los
adversarios.
Cordialmente
Marino Ausecha Cerón
Especial
para EL
FARO SOCIAL
Popayán,
marso 26/2.024